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Los asistentes sociales buscan evitar un brote de coronavirus en el campamento de migrantes en Matamoros

A Mexican health inspector in Matamoros checks the temperatures of returning deportees from United States.
Un inspector de salud mexicano en Matamoros verifica la temperatura de los deportados que regresan de Estados Unidos.
(Javier Escalante Tobar / For The Times)

Los solicitantes de asilo acampan cerca de la frontera en condiciones de hacinamiento, esperando indefinidamente mientras los EE.UU pone sus casos en espera. Los trabajadores de la salud temen un brote.

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Decenas de carpas se alinean una al lado de la otra; algunas albergan hasta seis personas.

Los residentes se lavan en duchas y lavabos comunales, se alinean en filas apretadas a la hora de la cena y se reúnen después del anochecer para socializar y cantar melodías evangélicas.

El humo de las fogatas y el polvo que se arremolina nutre resfriados, tos y una amplia gama de otras enfermedades respiratorias.

Las condiciones rudimentarias que enfrentan unos 2.000 solicitantes de asilo acampados aquí, a lo largo de Río Grande, fueron denunciadas durante mucho tiempo como un cuadro espantoso que tiene lugar a sólo 100 yardas de la frontera con Brownsville, Texas.

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Pero ahora, una nueva amenaza mortal proyecta una sombra oscura. “El hacinamiento aquí obviamente aumenta la posibilidad de un brote de COVID”, reconoció Valerio Granello, de Médicos sin Fronteras, el grupo humanitario internacional.

No hay distanciamiento social entre los residentes que hacen fila para cenar en el campamento de Matamoros.
No hay distanciamiento social entre los residentes que hacen fila para cenar en el campamento de Matamoros.
(Javier Escalante Tobar / For the Times)

Hasta la fecha, sólo un puñado de habitantes del campamento fue examinado por coronavirus, y no ha habido un solo caso confirmado entre la mayoría de los centroamericanos y mexicanos que buscan asilo político en Estados Unidos.

Muchos están atrapados aquí desde hace meses; esperando mientras sus casos permanecen prácticamente sin actividad en los tribunales de inmigración de EE.UU como parte de los Protocolos de Protección al Migrante de la administración Trump, conocidos informalmente como ‘Permanecer en México’.

La pandemia llevó a las autoridades estadounidenses a suspender las audiencias para aquellos que aguardan en México, hasta al menos el 1º de mayo. El proceso prolongado ahora no tiene final a la vista.

Los migrantes abandonados son extremadamente vulnerables, afirman los profesionales de la salud, en un momento en que gran parte del mundo está aislado. Los doctores temen que un brote sea inevitable, que probablemente requiera la evacuación y el aislamiento de muchos -sino la mayoría- de los habitantes del campamento. No está claro a dónde se trasladaría a cualquier migrante afectado por coronavirus.

“Hay un gran riesgo de un brote de coronavirus aquí”, remarcó Dairon Elizondo Rojas, un médico cubano (y también solicitante de asilo de EE.UU) que trabaja con Global Response Management, una organización sin fines de lucro con sede en Florida y una de las pocas entidades de ayuda que siguen en el lugar desde que los funcionarios estadounidenses y mexicanos cancelaron el tráfico transfronterizo “no esencial”, el mes pasado.

Letreros colocados en todo el campamento instan a los migrantes a lavarse las manos con frecuencia, a mantener distancias personales, a ampliar los espacios entre las tiendas. Pero esas salvaguardas son en su mayoría aspiraciones en este lugar densamente poblado, a pesar de la reciente instalación de 16 estaciones adicionales de lavado de manos, que incluyen dispensadores de gel desinfectante.

Cada residente puede entrar en contacto con hasta 50 personas por día, afirman los trabajadores de la salud. Quedarse las 24 horas del día en carpas sofocantes bajo el calor subtropical no es una opción, especialmente para los niños. Para minimizar las reuniones, se cancelaron las sesiones escolares. Eso sólo intensificó el hastío diario.

Ana Antúnez, de 26 años, y sus dos hijos, con un amigo, están en el campamento de Matamoros desde diciembre.
(Javier Escalante Tobar / For the Times)

“Hacemos todo lo posible para ser lo más higiénicos en esta situación, para mantenernos ocupados”, remarcó Ana Antúnez, de 26 años, madre de tres hijos y oriunda de Honduras, mientras ella y otros residentes se congregaban en una fogata, una tarde reciente, al tiempo que vigilaban a los niños que corrían entre las carpas y los arbustos. ‘’Pero estamos muy limitados en este tipo de condiciones. Todos tenemos miedo de esta enfermedad”.

La mayoría aquí son mujeres y niños. Mayormente son jóvenes, lo que puede proporcionar cierta defensa contra la letalidad de un virus que parece atacar más a los ancianos y a quienes sufren afecciones subyacentes con particular vehemencia.

Hasta la fecha, en la ciudad de Matamoros, hogar de más de 500.000 personas, se confirmaron seis casos de coronavirus. El estado mexicano de Tamaulipas, donde se asienta esta ciudad, tiene un total de 30 casos confirmados y una muerte, una mujer diabética de 54 años de edad, que pereció el jueves en el hospital general de la cercana ciudad fronteriza de Reynosa.
Por el contrario, la vecina Texas reportó más de 6.110 casos y 105 muertes hasta el sábado al mediodía.

La disparidad, afirman los expertos, probablemente refleja la tasa de pruebas aún más baja en México que en la frontera.

Antúnez llegó aquí en diciembre pasado, después de atravesar América Central y México con sus dos hijos, de cuatro y seis años. El destino de la familia es Florida, donde su esposo reside con otra hija de la pareja, Dunia, de nueve años.

Los defensores solicitaron a la administración Trump que reduzca la amenaza de infección y permita que decenas de miles de solicitantes de asilo varados, desde Matamoros en el Golfo de México hasta Tijuana en el Pacífico, esperen sus audiencias judiciales con sus familiares en EE.UU. Los defensores argumentan que eso brindaría una alternativa más segura que mantenerlos apiñados en carpas, hoteles baratos y pisos de alquiler en las peligrosas ciudades fronterizas mexicanas. “El gobierno de Estados Unidos presiona a las personas en proceso de solicitar asilo, incluidos los menores, para que vivan en condiciones antihigiénicas que aumentan innecesariamente su riesgo de contraer coronavirus”, señaló Ariana Sawyer, investigadora fronteriza de Human Rights Watch.

Pero permitir que los migrantes esperen en Estados Unidos parece extremadamente improbable, dada la hostilidad del presidente Trump hacia la inmigración, además de la ansiedad generalizada ante la propagación del virus.

Los solicitantes de asilo deben permanecer en México hasta que sus peticiones se decidan caso por caso, insisten las autoridades estadounidenses. Un principio fundamental del endurecimiento inmigratorio de Trump es poner fin a las políticas de “captura y liberación” que, según la administración, permitieron que muchos falsos solicitantes de asilo ingresaran al territorio estadounidense.

Antúnez, quien contó que su familia huyó de la violencia de las pandillas en Honduras, asistió a una audiencia inicial en un tribunal de inmigración en Brownsville, el 26 de febrero; el seguimiento está previsto para el 25 de junio.

Hasta ahora se resistió a la oferta de México de viajar en autobús de forma gratuita casi 1.000 millas hasta la frontera con Guatemala. “Estoy muy preocupada de que todos podamos infectarnos si nos quedamos aquí”, expresó Antúnez. “Pero mi mayor preocupación ahora es volver a ver a mi hija, estar con mi familia. Así que por ahora me quedaré”.

Las solicitantes de asilo salvadoreñas Migdalia Hernández, de 30 años, y su hija, esperan reunirse algún día con sus parientes en el norte de California.
Las solicitantes de asilo salvadoreñas Migdalia Hernández, de 30 años, y su hija, esperan reunirse algún día con sus parientes en el norte de California.
(Javier Escalante Tobar / For the Times)

La vecina de Antúnez, Migdalia Hernández, llegó de El Salvador en octubre pasado, con una hija bebé y su niña de 10 años. Tiene una audiencia prevista el 23 de abril próximo, pero la cita se reagendará como parte de la respuesta de Washington al coronavirus. “Esperaré aquí hasta que lo necesite, a pesar del virus”, comentó Hernández, de 30 años, que espera reunirse con familiares en el norte de California. “En este momento”, agregó, “todos estamos en las manos de Dios”.

Médicos sin Fronteras brinda asesoramiento psicológico a quienes luchan con múltiples problemas: condiciones de vida miserables, separación de sus familias, destinos inciertos y la perspectiva ominosa de la pandemia.

El campamento, que semeja un pueblo latinoamericano, está situado al sur del puente internacional a Brownsville. El puente normalmente repleto y los bulliciosos complejos de inmigración en ambos lados ahora están inquietantemente silenciosos, son sitios calmos en tiempos de coronavirus.
Las condiciones del campamento han mejorado ligeramente en los últimos meses, ya que México sacó a los residentes de los accesos del puente y los trasladó a esta franja polvorienta de media milla al lado del río, debajo de espacios con pinos y mezquite.

Las carpas conviven con cocinas y comedores, a veces sólidos y otras construidos con ramas cubiertas con láminas de plástico. Las mujeres cocinan tortillas y arroz en parrillas de leña situadas en bloques de piedra o ladrillos, o sobre tambores de lavadoras rescatados de depósitos de chatarra y empleados como braseros. Las autoridades mexicanas llenan abundantes depósitos de agua compartidos, recogen la basura y proporcionan electricidad para los postes de iluminación y una estación de carga de teléfonos celulares, que se encuentra entre los lugares de reunión más populares del sitio. Una tienda vende productos básicos como agua y refrescos, mientras que la ropa donada se distribuye desde una tienda improvisada.

Ocasionalmente, los ciclistas recorren el camino de tierra que flanquea el campamento, mientras otros trotan en un dique cercano al río.

Hay duchas para el baño personal y lavabos para lavar la ropa, mientras que las lonas proporcionan cierta cobertura para las filas de tiendas de campaña. Los baños son portátiles. Los hombres patean balones de fútbol en un par de canchas de baloncesto de cemento. Las prendas secas colgadas de tendederos ubicuos se agitan con la brisa.

No hay cercas en el sitio. Las personas son libres de ir y venir. Pero pocos parecen aventurarse lejos, a excepción de salir para hacer las compras básicas y presentarse en los tribunales de EE.UU. Vagar por el campo plantea un peligro: Matamoros, al igual que otras ciudades fronterizas mexicanas, es un centro de pandillas extorsivas que regularmente secuestran a inmigrantes y exigen rescates a sus familiares estadounidenses, bajo amenaza de muerte.

En una visita reciente aquí, pocos residentes del campamento llevaban máscaras faciales, con la notable excepción de un par de barberos, también inmigrantes centroamericanos, que atendían meticulosamente a los clientes bajo la sombra de los pinos. Sus trabajos impiden el distanciamiento social.

En las últimas semanas, la gran cantidad de grupos de ayuda de EE.UU que antes proporcionaban ropa, alimentos y asesoramiento legal se ha evaporado. El asesoramiento legal sólo es por teléfono, por lo que menos personas tienen abogados para sus casos -a menudo complejos-, y ello reduce en gran medida sus posibilidades de obtener asilo. El contingente restante de personal de ayuda internacional generalmente se queda en Matamoros.

Global Response Management, un grupo de ayuda con sede en Florida, brinda servicios de salud y otros a los 2.000 residentes del campamento de migrantes en Matamoros, México, junto a Río Grande.
Global Response Management, un grupo de ayuda con sede en Florida, brinda servicios de salud y otros a los 2.000 residentes del campamento de migrantes en Matamoros, México, junto a Río Grande.
(Javier Escalante Tobar / For the Times)

“Nadie quiere ser el que traiga el coronavirus al campamento”, señaló Samuel Bishop, coordinador del proyecto para Global Response Management, que tiene un tráiler de asistencia en el lugar.

Bishop señaló que cada día, su grupo realiza pruebas de temperatura corporal aleatorias a unos 50 residentes.

La organización sin fines de lucro también planea construir un hospital de campaña de última generación, con 20 camas y capacidad de cuidados intensivos, respiradores y kits de prueba para coronavirus, confirmó Daniel Taylor, miembro de la junta de Global Response Management. El proyecto espera la aprobación del gobierno mexicano.

Los doctores consideran que los problemas respiratorios y las irritaciones de la piel son las dolencias más comunes entre los residentes del campamento.

Las autoridades mexicanas están ansiosas por desalojar el campamento, aunque niegan las versiones de que los residentes hayan sido obligados a marcharse.

Con la amenaza inminente del coronavirus, las autoridades mexicanas afirman que pronto planean reubicar al menos a la mitad de la población a un estadio ubicado a una milla de distancia, donde los migrantes tendrán más espacio. Los residentes se oponen a cualquier traslado. Para las autoridades mexicanas, sin embargo, el espectro de un brote dramatiza la urgencia de reducir el hacinamiento crónico.

“Estarán mejor atendidos” en la nueva instalación, reconoció el alcalde de Matamoros, Mario Alberto López, quien señaló además que el sitio tendría “filtros sanitarios”, que incluyen el control de la temperatura de todos los que entran y salen. “Necesitamos verificar los ingresos y egresos, para que nadie importe un contagio”.

Desde el punto de vista del alcalde, los migrantes, algunos de los cuales llevan aquí casi un año, deberían decidir quedarse en México y buscar el estatus de refugiado legal allí o regresar a casa para reanudar sus vidas. “Esta situación ya ha durado mucho”, reconoció el alcalde. “Realmente no creo que Estados Unidos les otorgue visas”.

Mientras el sol se ponía, una tarde reciente, un grupo de habitantes del campamento se sentó en los escalones que descendían del dique del río para observar un espectáculo casi diario: la repatriación de ciudadanos mexicanos deportados desde Estados Unidos, donde muchos habían vivido durante años. Un inspector de salud mexicano les preguntaba cuánto tiempo habían estado detenidos en EE.UU y con un termómetro con forma de pistola medía la temperatura en la frente de cada retornado.

“Ciertamente no quiero ser deportada y volver aquí como estos tipos”, reconoció Norma Baltazar, de 37 años, una solicitante de asilo del estado de Guerrero, en el oeste mexicano, azotado por la violencia. “Quiero ir a Estados Unidos legalmente”, explicó la mujer, quien se encontraba entre los residentes del campamento observando las tristes filas de deportados.

Al igual que Antúnez, Baltazar espera reunirse con su familia dividida, incluidas dos hijas, de 13 y 14 años, que viven con una hermana en Victorville, California. “Sí, estoy preocupada por el virus, todos lo estamos, pero en este momento mi objetivo es estar con mis hijas nuevamente”, afirmó. “Esa es mi principal preocupación ahora, no el coronavirus”.

El corresponsal especial Juan José Ramírez, en Matamoros, y Cecilia Sánchez, en la oficina de The Times en la Ciudad de México, contribuyeron con este informe.

Para leer esta nota en inglés, haga clic aquí.

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